Se sentía demasiado cansado y abatido. El frío le calaba los huesos, sus cicatrices le estiraban la piel como si quisieran recordarle cada una de sus batallas, y sus rodillas crujían con cada paso, como si el tiempo le estuviera pasando factura. Los primeros setenta días del año le pesaban como una losa, arrastrando consigo el cansancio de los meses anteriores, como si nunca hubiese tenido un verdadero descanso.
Se preguntaba si todos sus pasos por quirófano habían valido la pena, si cada cicatriz en su cuerpo y cada noche en vela tenían algún sentido real. Los años de lucha y sacrificio, las incontables horas entregadas a una vocación que le había consumido poco a poco, ¿habían servido de algo? ¿O solo había estado persiguiendo una sombra, una idea romántica de sí mismo que nunca llegaría a alcanzar?
El peso de la duda se aferraba a su pecho con la misma intensidad con la que el frío le mordía los huesos. Se sentía un perdedor luchando contra todos, contra un mundo que parecía no querer darle tregua. Sus rodillas crujieron cuando se dejó caer en el borde de la cama, con la mirada perdida en el suelo.
Había dado tanto… ¿Y para qué? Para seguir sintiéndose vacío, para preguntarse si su entrega alguna vez había hecho la diferencia. Tal vez la vida solo era eso: un esfuerzo constante por sostenerse de pie cuando todo dentro de uno gritaba por rendirse.
Acababa de cumplir 50 años. Medio siglo de vida y, sin embargo, la sensación que lo invadía no era de celebración, sino de pérdida. Como si cada vela en su pastel fuera un recordatorio de todo lo que no había logrado, de todo lo que se le escapaba entre los dedos.
Sus sueños, aquellos que alguna vez lo impulsaron a seguir adelante, parecían esfumarse como el vaho de su aliento en el frío de la madrugada. Los proyectos inconclusos, las promesas que no pudo cumplir, los sacrificios que no dieron frutos… Todo lo perseguía como un eco persistente en su cabeza.
Pero lo peor eran los miedos. Ya no eran simples preocupaciones pasajeras; con los años habían tomado formas monstruosas, colosales, imposibles de ignorar. Se escondían en las sombras de su habitación, en las arrugas de su rostro reflejado en el espejo, en la incertidumbre de los días que quedaban por venir.
Y luego estaban sus fantasmas. No los imaginarios, sino los reales, los que tenían nombres y rostros, los que le hablaban en sueños y le susurraban al oído cuando el insomnio lo vencía. Personas que había perdido, decisiones que lo atormentaban, oportunidades que había dejado escapar. Caminaban a su lado, siempre presentes, siempre recordándole que el tiempo no se detiene, que el pasado nunca desaparece del todo.
Sus últimos cuatro años de radio en solitario no le habían dado ninguna satisfacción, solo trabajo. Horas de promoción y difusión, esfuerzo constante sin recompensa. Ni siquiera sabía si llegaría al quinto año con ese proyecto que tanto tiempo y energía le había llevado. Iniciar algo en solitario nunca había sido su sueño, pero no le había quedado otra opción.
Seguiría luchando unos meses más antes de rendirse. No porque tuviera esperanzas desbordantes ni porque creyera en un milagro de último momento, sino porque aún le quedaba un resquicio de orgullo, una última chispa de testarudez que le impedía soltarlo todo de golpe.
Pero luego pensó en su abuelo.
Él era el único recuerdo al que podía aferrarse. Desde su partida en 2004, la vida se había complicado en exceso, como si con su ausencia todo hubiera perdido equilibrio, como si el mundo se hubiera vuelto más hostil.
La última vez que hablaron fue en agosto. Fue una conversación breve, cargada de silencios y pausas que ahora, con la distancia del tiempo, parecían contener más significado del que pudo captar en ese momento. No fue una despedida definitiva. No hubo grandes palabras, ni promesas, ni discursos de último momento. Solo quedó ahí, en el aire, flotando como una página sin terminar.
Y luego, el 4 de septiembre, su abuelo murió.
A veces se preguntaba qué habrían dicho si hubieran sabido que era la última vez. Si habría encontrado las palabras justas, si habría podido decirle cuánto lo admiraba, cuánto lo quería, cuánto lo necesitaba aún. Pero la vida nunca da esos avisos. Solo arrebata y deja preguntas sin respuesta.
Desde entonces, todo se hizo más difícil. Más pesado. Y ahora, tantos años después, seguía sintiendo que le debía algo. Que aún no podía soltar su lucha porque, de alguna manera, seguía queriendo hacerle sentir orgulloso, aunque ya no estuviera para escucharlo.
Así que decidió que no serían solo unos meses más. Sería todo este año.
Uno más.
Por él.
Aunque cada vez fuera más difícil.