Luis estaba harto de remar en la selva de Radio Sin Fronteras. Cuatro años y siete meses, 900 visitas a la página que no garantizaban orejas, 100 discos acumulados que no aseguraban un rumbo. Las reglas habían cambiado —el proveedor exigía plataformas, los grandes buques lo aplastaban—, y él seguía en su barca de pesca, con tres anunciantes y una salud que crujía. Decidió poner un móvil para la radio, con servicio de mensajería, un número que anunció al aire: "Escribid, llamad, decid algo". No esperaba mucho, pero quería un hilo directo con quien estuviera al otro lado, si es que alguien estaba.
martes, abril 01, 2025
EL HOMBRE GRIS
Hubo un tiempo en que su sonrisa era lo primero que veías al entrar en una habitación. Pero las decepciones, como gotas que desgastan una piedra, la borraron de su cara. Su carácter se volvió sombrío, y él —llamémoslo Luis, aunque podría ser cualquiera— empezó a vivir en piloto automático. La salud le fallaba, el cuerpo se resentía, pero encontró refugio donde otros solo veían objetos: en los libros amarillentos y las pantallas frías de la tecnología. Allí, entre páginas y píxeles, el mundo era menos cruel.
Todo cambió con un mensaje anónimo en un foro oscuro: "Si quieres respuestas, deja de buscar en las sombras de los demás y empieza a descifrar las tuyas". Fue un relámpago en su niebla. Luis no era de los que creen en señales, pero algo en esas palabras lo empujó a actuar. Con un micrófono rescatado de un mercado de segunda mano y una computadora que tosía al encenderse, montó Radio Sin Fronteras, una estación en línea que sería su voz, su ala delta, su escape. Decidió volar solo, harto de la soledad que sentía incluso rodeado de gente.
Al principio, fue un caos. Hablaba de libros olvidados, de teorías tecnológicas imposibles, de pensamientos que había guardado demasiado. No sabía si alguien lo oía, pero por primera vez en años, respiró. Su apartamento, un cubículo de cortinas cerradas, se llenó de notas garabateadas: frases sueltas, ideas a medio nacer. Las continuas decepciones del pasado lo habían llevado a eso, y aunque su salud seguía frágil, la chispa en su mente se negaba a apagarse.
Los primeros años fueron un camino sin mapa. El presupuesto apenas alcanzaba para la renta y el internet; cada peso venía de trabajos esporádicos —arreglar computadoras, vender trastos en línea—. El equipo era un rompecabezas de piezas recicladas, y él lo manejaba todo: grabar, editar, improvisar cuando la señal fallaba. Los oyentes eran pocos, pero reales. "Sigue hablando", le escribió alguien desde Tokio. "Esto me hace el día", llegó desde Bogotá. Su voz, ronca e imperfecta, se convirtió en un faro para otros, aunque él no lo supiera.
El tercer año había sido un torbellino. Los músicos ya no eran un sueño que perseguir; llegaban solos, como gotas en un tejado agujereado. Clara, la cantante de Granada, le dio un EP de cinco canciones y la promesa de un álbum. Un dúo de flamenco experimental mandó tres demos con ecos que olían a taberna y cables. Hasta el rapero de Sevilla, caótico pero leal, le enviaba un tema al mes. Los extranjeros no se quedaban atrás: los italianos con su pop oscuro, los alemanes con remezclas que hacían temblar las paredes. Luis quería continuidad, algo que en los inicios le había faltado con tantos artistas de un solo disco que lo dejaron colgado. Ahora la tenía, o al menos empezaba a tenerla, pero no era suficiente para calmarlo.
Lo que lo carcomía era el dinero. Con solo cuatro anunciantes fijos —el café que olía a nostalgia, la tienda de vinilos rayados, los auriculares baratos y el taller de instrumentos—, apenas sobrevivía. El servidor zumbaba sin cortes, la renta se pagaba, pero no había margen para más. Las ofertas seguían sobre la mesa: la plataforma americana con su bazar musical y sus cadenas, la discográfica italiana con su prestigio, la alemana con sus ritmos bailables, la productora independiente con su catálogo honesto. Todas prometían un salto, pero Luis las había dejado en espera, temiendo perder el alma de su criatura. Y entonces, como si el destino jugara a tentarlo, llegó algo nuevo.
Una plataforma alemana, SoundArchiv, le escribió desde Berlín: "Ofrecemos versiones de clásicos, disco y techno emergente. Colaboremos". Luis abrió el enlace y se encontró con bajos que latían como corazones y sintetizadores que brillaban como luces de neón. Era diferente a sus temas íntimos, pero tenía garra. Lo probó en una emisión, mezclando un remix disco con un track electrónico oscuro. "Esto es fuego", llegó desde Ámsterdam. "Me levanté a bailar", escribió alguien en Ciudad del Cabo. Hasta un español dijo: "No esperaba esto, pero funciona". Pero no todos aplaudieron. "Esto no es lo tuyo", le reprochó un oyente fiel desde Bilbao. Luis tamborileó los dedos sobre la mesa, dividido. ¿Abrir horizontes o quedarse en su rincón?
La oferta alemana era tentadora: un pago mensual por suscripción de oyentes, sin tanto control como los americanos. Podía ser el empujón que necesitaba: más dinero, mejor equipo, tal vez hasta pagarle a Marta algún día. Pero también era un riesgo. Sus desvelos —las noches sin dormir, los cables pelados, las listas curadas con sudor— iban hacia algún lugar, pero ¿hacia dónde? Si se inclinaba por lo bailable, ¿perdería a los que buscaban refugio en sus sombras? Si se quedaba quieto, ¿seguiría estancado?
Mientras lo meditaba, Clara le mandó un correo: "Tengo una amiga, locutora. Quiere sumarse". Era otra voz, otra Marta, ofreciéndose con entusiasmo. Luis sintió el mismo nudo que antes. Con cuatro anunciantes y las gotas de músicos que no prometían lluvia constante, no podía arriesgarse. "No estoy listo", respondió, odiándose por ello. Esa noche, puso un tema suyo en loop —una guitarra rasgada que hablaba de calles vacías— y miró las paredes de su apartamento, llenas de notas que ya no le decían nada claro. Su radio caminaba, sí, pero entre piedras y silencios, y él seguía sin saber si esas gotas algún día harían un río.
sábado, marzo 01, 2025
EL HOMBRE GRIS
A veces, Luis se dejaba caer en pensamientos oscuros. No debió ser tan iluso y confiado, siempre haciendo las cosas en segundo plano, poniéndose detrás de otros. Pero el destino lo quiso así. Llevaba demasiado tiempo arrastrándose para complacer, para encajar, para no molestar. Ahora, con Radio Sin Fronteras en sus cuatro años y siete meses, decidió dejarlo pasar. Abrió el celular, buscó el número de Javi —su amigo de los viejos tiempos, el que ya no estaba— y lo borró con un toque seco. No hubo drama, solo un alivio frío. Volvió al blog de la radio, ese rincón digital que había dejado empantanado desde la entrada de diciembre de 2024, un mes que se le había atragantado como sus últimos engaños personales.
Empezaba a pensar que le faltaba malicia, que pecaba de ser demasiado sentimental. Mientras revolvía un cajón buscando un cable, encontró una foto arrugada: la única chica que le había animado a escribir, allá por sus veinte. Pelo corto, sonrisa tímida, un recuerdo borroso. Supuso que estaría casada, con niños correteando, y sin dudarlo la tiró a la basura. No era dolor, era limpieza. En el mismo cajón apareció otra foto: una cantante aspirante, risueña, que se reía cada tres palabras. A ella le había regalado una guitarra española que su abuelo le compró cuando era crío, un trasto que Luis nunca logró hacer sonar bien. Pensó que ella le daría mejor uso, pero tras dársela en 2012, desapareció. Dejó de llamarlo, de escribirle, y él no la buscó. "Tampoco importa ya", murmuró, arrojando la foto al mismo montón. Era enero de 2025; hasta ella podía haber abandonado la música. ¿Qué más daba?
Sabía que Javi lo llamaría solo si lo necesitaba. Se había acostumbrado a ese nuevo proceder: el silencio eterno, roto solo por un "oye, Luis, te necesito" cuando convenía. Ya no le dolía; era un patrón tan predecible como los tres anunciantes, coches, seguros, comida rápida que mantenían la radio a flote. Aquella entrada de diciembre en el blog, llena de melancolía por su abuelo y las Navidades perdidas, seguía ahí, incompleta. La terminó con dedos torpes: "Esto es Radio Sin Fronteras, cuatro años y siete meses de resistir. No sé si alguien lee esto, pero aquí seguimos". Publicó y puso una canción de Clara al aire, una balada que no le gustaba, pero que los oyentes querían.
Esa noche, el micrófono lo miró como un viejo amigo. "Esto es para los que aún están", dijo, con la voz gastada por los cincuenta años y el cansancio. Un mensaje llegó: "Siempre te leo, sigue", desde Barcelona. No era mucho, pero era algo. Luis pensó en la guitarra que nunca sonó, en la chica que se fue, en Javi y sus silencios interesados. Había sido confiado, sí, pero tirar esas fotos a la basura le dio una certeza pequeña: no todo lo que se pierde pesa. La radio seguía, y él, desde su cueva, también.
EL HOMBRE GRIS
Luis sabía que no conocería nunca a Clara. Ella era una voz en su radio, un nombre que llegaba desde Granada con baladas rasgadas y loops electrónicos que él ponía al aire, aunque no siempre le gustaran. Cuatro años y siete meses llevaba Radio Sin Fronteras, y Clara había sido de las pocas constantes: un EP, promesas de un álbum, temas nuevos cada tanto. No podía darle las gracias por serle fiel —por no desaparecer como tantos otros músicos que mandaban una canción y se desvanecían—, y eso lo carcomía un poco. O quizás sí, pensó, mirando el móvil que había puesto para la radio, ese que solo sonaba con timbres falsos de vendedores y estafas.
Clara era una de esas semillas desperdigadas que sí había echado raíz. Su primo lo escuchaba a ratos, su vecina le mandaba cartas, y el mapa del servidor mostraba puntos verdes en medio mundo —Sevilla, Bogotá, Lisboa—, pero Clara era más que un punto. Era real, aunque intangible. Luis imaginaba cómo sería: tal vez joven, con las manos llenas de acordes, o quizás mayor, con la vida escrita en la voz. No tenía su teléfono, solo un correo que usaba para enviarle canciones. "¿Y si un día le escribo algo más?", se preguntó, pero lo descartó rápido. No era de los que mendigan afecto, aunque a veces se sintiera así.
La selva seguía rugiendo a su alrededor. El proveedor exigía plataformas, los tres anunciantes —coches, seguros, comida rápida— apenas lo mantenían a flote, y las 900 visitas a la página no eran orejas seguras. Los 100 discos acumulados en su buzón eran una lucha eterna por no sonar igual. Puso el móvil para conectar, pero solo bloqueaba llamadas de "¡compre barato!", y "¡gane millones!". "Esto es Radio Sin Fronteras, donde seguimos sembrando", dijo al aire, con un tema de Clara sonando de fondo, su guitarra como un eco que lo sostenía. Sabía que no la conocería, que no le daría las gracias en persona, pero mientras su voz llenara el éter, algo de ella lo acompañaba en su cueva.
Un mensaje llegó al blog: "Clara es lo mejor de tu radio, gracias por ponerla", desde Valencia. No era mucho, pero era algo. Luis miró el micrófono, gastado por los cincuenta años y los desengaños, y pensó que quizás no necesitaba verla. Tal vez bastaba con que ella siguiera ahí, fiel a su manera, mientras él resistía en su barca de pesca. O quizás sí, algún día, le escribiría un "gracias" que no esperaba respuesta.
EL HOMBRE GRIS
Luis ya no esperaba nada, pero el destino siempre tenía una broma bajo la manga. No faltaba más que la aparición de su conocido, el fabulador de siempre —aquel que prometía oro y entregaba aire—, y Rick, un tipo que durante cuatro años le repetía: "Eres una gran voz". A Rick tampoco lo tomaba ya en serio. Lo había conocido en sus días de servicio, cuando trabajaba para otros, y en todo ese tiempo no le dio ni una camiseta, solo quebraderos de cabeza. Promesas vacías, retrasos, la frase más habitual en ese submundo extraño donde Luis se movió alguna vez: "Ya te pagaré cuando pueda". Quizás por eso llevaba cuatro años volando solo con Radio Sin Fronteras. Que tuviera que hacerlo todo él no le importaba; aprendió a la fuerza a gestionar lo que antes solo hacía esporádicamente: músicos, programación, redes, todo.
Había conseguido cien seguidores en una red social, todo un logro para alguien que sale a competir con su barco de pesca frente a los grandes buques. Así llamaba al resto de las radios: enormes, brillantes, con tripulaciones llenas de recursos. Los grandes buques siempre tenían a alguien dispuesto a poner dinero para recuperarlo 33 meses después si todo iba bien. No era su caso. Luis había salido al campo de batalla con 150 euros y un micrófono viejo; no podía aspirar a más. No era como Quico, el dueño de una funeraria que tenía una radio pirata y rascaba contactos de aquí y allá. No era como aquel locutor famoso que montó su emisora con los beneficios de un periódico digital. Luis no pertenecía a ese club, y probablemente este sería su último proyecto radiofónico. Por edad, por cansancio, sabía que si esta vez fallaba, reconvertiría la radio en un tocadiscos de música clásica y tiraría la toalla.
Pero mientras eso sucedía, lo mejor era luchar. El fabulador reapareció con un mensaje: "Tengo un plan, Luis, algo grande". Lo borró sin leerlo entero; conocía el guion. Rick llamó poco después: "Gran voz, deberías crecer". Luis colgó con un "gracias" seco. La publicidad seguía en manos de esa agencia que solo le daba disgustos —tres anunciantes a duras penas—, y los músicos eran una búsqueda eterna. Algunos llegaban —Clara, un músico con sintetizadores—, pero no bastaba. "Esto es Radio Sin Fronteras, donde resistimos", dijo al aire, poniendo un tema del rapero de Sevilla que no le entusiasmaba. Un mensaje llegó: "Tu barco sigue flotando", desde Córdoba. No era mucho, pero era algo.
Luis miró su cueva: las paredes con notas, el logo torcido que diseñó él mismo. Cuatro años y siete meses peleando con 150 euros frente a buques de millones. No era Quico, no era el locutor famoso, no era Rick ni el fabulador. Era solo él, y aunque a veces se sintiera invisible o un mendigo de afecto, seguía en su barca de pesca, remando contra la corriente. Si fallaba, habría música clásica y silencio. Pero por ahora, el micrófono seguía encendido.
EL TEXTO DESTACADO
AVERSIÓN
La aversión manifestada hacia la sociedad contemporánea, la música, la pintura moderna y el arte en general, aunque subjetiva, converge en ...