Luis sabía que no conocería nunca a Clara. Ella era una voz en su radio, un nombre que llegaba desde Granada con baladas rasgadas y loops electrónicos que él ponía al aire, aunque no siempre le gustaran. Cuatro años y siete meses llevaba Radio Sin Fronteras, y Clara había sido de las pocas constantes: un EP, promesas de un álbum, temas nuevos cada tanto. No podía darle las gracias por serle fiel —por no desaparecer como tantos otros músicos que mandaban una canción y se desvanecían—, y eso lo carcomía un poco. O quizás sí, pensó, mirando el móvil que había puesto para la radio, ese que solo sonaba con timbres falsos de vendedores y estafas.
Clara era una de esas semillas desperdigadas que sí había echado raíz. Su primo lo escuchaba a ratos, su vecina le mandaba cartas, y el mapa del servidor mostraba puntos verdes en medio mundo —Sevilla, Bogotá, Lisboa—, pero Clara era más que un punto. Era real, aunque intangible. Luis imaginaba cómo sería: tal vez joven, con las manos llenas de acordes, o quizás mayor, con la vida escrita en la voz. No tenía su teléfono, solo un correo que usaba para enviarle canciones. "¿Y si un día le escribo algo más?", se preguntó, pero lo descartó rápido. No era de los que mendigan afecto, aunque a veces se sintiera así.
La selva seguía rugiendo a su alrededor. El proveedor exigía plataformas, los tres anunciantes —coches, seguros, comida rápida— apenas lo mantenían a flote, y las 900 visitas a la página no eran orejas seguras. Los 100 discos acumulados en su buzón eran una lucha eterna por no sonar igual. Puso el móvil para conectar, pero solo bloqueaba llamadas de "¡compre barato!", y "¡gane millones!". "Esto es Radio Sin Fronteras, donde seguimos sembrando", dijo al aire, con un tema de Clara sonando de fondo, su guitarra como un eco que lo sostenía. Sabía que no la conocería, que no le daría las gracias en persona, pero mientras su voz llenara el éter, algo de ella lo acompañaba en su cueva.
Un mensaje llegó al blog: "Clara es lo mejor de tu radio, gracias por ponerla", desde Valencia. No era mucho, pero era algo. Luis miró el micrófono, gastado por los cincuenta años y los desengaños, y pensó que quizás no necesitaba verla. Tal vez bastaba con que ella siguiera ahí, fiel a su manera, mientras él resistía en su barca de pesca. O quizás sí, algún día, le escribiría un "gracias" que no esperaba respuesta.
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