Luis había aprendido algo en sus años de sombras: siempre hay alguien dispuesto a hacer daño desde lejos a cambio de dinero. Los piratas coreanos y su amenaza hueca, el inglés con su pistola barata, eran solo ruido digital, ecos de un mundo que no lo alcanzaba. Tras arrojarlos a la papelera, los días siguientes transcurrieron sin nada reseñable. Una vez disueltas las nubes de los hampones, todo volvió a girar: las emisiones de Radio Sin Fronteras seguían, con las canciones de Clara, el flamenco experimental y los ritmos extranjeros llenando el éter. Los cuatro anunciantes —el café, la tienda de vinilos, los auriculares, el taller— se convirtieron en tres: una marca de coches, una de seguros y una de comida rápida. Era lo justo para mantenerse a flote, pero no para despegar.
Entonces llegó otro correo extraño. "Soy el Imán Al-Farid. Te garantizo buena suerte si cambias de religión. Responde para detalles", decía, con un tono que oscilaba entre lo místico y lo ridículo. Luis lo leyó con una ceja arqueada, casi divertido por lo absurdo. Sin pensar, lo echó a la papelera. Tenía otras prioridades: su criatura, Radio Sin Fronteras, se había estancado. Crecía demasiado lentamente, como una planta que lucha por romper la tierra seca. Los oyentes aumentaban —miles desde Sevilla hasta Santiago—, pero la interacción seguía tibia, los ingresos no subían, y las ofertas extranjeras, aun en pausa, empezaban a sentirse como promesas vacías. No era el momento, y menos la época, para plantearse cambios teológicos. Un imán y su suerte no iban a sacarlo del atolladero.
Acababa de cumplir cincuenta años, y el tiempo no perdonaba. Los problemas de salud que lo habían acompañado desde pequeño —un cuerpo frágil, un cansancio que se pegaba a los huesos— se habían agravado. Las noches frente a la pantalla le pasaban factura: la vista se nublaba, las manos temblaban más, y un dolor sordo en el pecho lo visitaba sin aviso. Pasó del tiempo para terminar de arreglarlo, pensó, mirando las paredes de su apartamento, donde las notas garabateadas parecían burlarse de sus sueños. Pero no era solo su cuerpo lo que pesaba; era la sensación de que su radio, su refugio, no llegaba a donde él imaginaba.
Para colmo, un conocido lo intentó engatusar. "Tengo un proyecto, Luis. Una plataforma musical, algo grande. Súbete", le dijo por teléfono, con esa voz melosa que siempre usaba para vender humo. Lo conocía desde hacía veinte años, y solo había sacado una cosa en claro: tenía habilidad para mentir y fantasear. El tipo había jurado riqueza con una tienda de discos que quebró en meses y un festival que nunca pasó del papel. Luis lo escuchó por cortesía, pero cortó rápido: "No, gracias". No le dio importancia —era un charlatán de manual—, pero el encuentro lo dejó con un sabor amargo. No era el momento de arrimarse a malas compañías, no cuando todo pendía de un hilo.
Esa noche, puso un tema del rapero de Sevilla, un ritmo roto que hablaba de caerse y levantarse. "Esto es Radio Sin Fronteras, donde seguimos respirando", dijo al micrófono, con la voz más gastada que nunca. Un mensaje llegó: "Cumple muchos más, genio", desde Valencia. Otro: "Tu radio me sostiene", desde Bogotá. No eran muchos, pero eran reales. Luis miró el calendario —febrero de 2025, un año más viejo— y se preguntó si su criatura alguna vez rompería el suelo o se quedaría atrapada en esa calma lenta, entre la voluntad de seguir y el peso de no poder más.
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