Luis se miró al espejo mientras Radio Sin Fronteras emitía una canción de los 90 que había encontrado en un rincón digital y programado con desgana. Era un tema olvidado, con sintetizadores gastados y una voz que sonaba a nostalgia barata. No era su estilo, pero sus manos temblorosas apenas habían querido buscar más. Atrás habían quedado los tiempos de su buena salud, las charlas con su difunto abuelo en 2004 —aquel hombre que le enseñó a escuchar el mundo—, y el dúo radiofónico con un tipo que le sacaba un cuerpo entero. Entre finales de los 90 y 2012, él y Javi —así lo llamaremos— habían compartido micrófonos, risas y sueños en una emisora local. Javi era el carisma, Luis el cerebro técnico. Juntos volaban alto, hasta que todo se deshizo.
Sabía que no podía retroceder en el tiempo, pero había cosas que le pesaban demasiado. Todo aquello que le daba calma y lo hacía sentirse cómodo —las tardes con su abuelo, las emisiones con Javi— había desaparecido. El tercer año estaba siendo duro, más de lo que esperaba. Técnicamente, era un caos: el servidor fallaba más de lo que zumbaba, y el proveedor de la radio, sin avisar, cambió las condiciones de cobro de modo sorpresivo y unilateral. "20.000 anunciantes y 20.000 oyentes mensuales o subimos la tarifa", decía el correo, frío como una factura. ¿De dónde iba a sacar eso? Llegar a 10.000 oyentes al año ya era un milagro, fruto de romperse los codos pensando cómo promocionarse en redes sociales y hacer mil piruetas con un presupuesto que no existía.
En el espejo, vio a un hombre de cincuenta años recién cumplidos, con ojeras que contaban noches sin dormir y un cuerpo que se quejaba más que nunca. Los problemas de salud de siempre —la fragilidad, el cansancio— se habían agravado, y el reflejo le devolvía una verdad incómoda: el tiempo no esperaba. Mientras, la canción de los 90 seguía sonando, y un mensaje llegó: "Esto me lleva a mi infancia", desde Málaga. Luis esbozó media sonrisa, pero no le alcanzó el alma.
Pensó en Javi. Su amigo se había casado, había cambiado. Luis lo había ayudado a montar su propia radio en los buenos tiempos, cuando la publicidad fluía y las cosas parecían fáciles. Pero en diciembre de 2020, Luis decidió volar solo con Radio Sin Fronteras, y Javi no se lo tomó nada bien. "Te crees mejor que yo", le soltó, con una rabia que escondía celos. Aquel año, los anunciantes aún llegaban a Luis —cuatro, cinco, a veces seis—, y eso picó a Javi, aunque competían en ligas distintas. Javi pronto cumpliría años con su radio, pero la tenía abandonada desde diciembre de 2023, perdida entre los rodillos de la imprenta donde ahora trabajaba. Luis, en cambio, acababa de cumplir cuatro años con la suya, en plena crisis económica, con solo tres anunciantes —coches, seguros, comida rápida— y un sueño que crecía demasiado lento.
El proveedor no era el único golpe. Los músicos seguían llegando —Clara, el rapero de Sevilla, los italianos—, pero el estancamiento pesaba. "Esto es Radio Sin Fronteras, donde resistimos", dijo al micrófono, con la voz rota. Un oyente respondió: "No te rindas, Luis", desde Bilbao. No era mucho, pero era algo. Miró el espejo otra vez, y entre las sombras de su reflejo, se preguntó si valía la pena seguir girando en un círculo que no lo llevaba a ningún lado. Javi, su abuelo, los días fáciles, todo estaba atrás. Delante, solo quedaba él, su radio y un futuro que no sabía si podría sostener.
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