Luis ya se había acostumbrado a que nada volvería a ser como antes. Frente al espejo, con una canción de los 90 zumbando en Radio Sin Fronteras, veía a un hombre de cincuenta años que parecía haber envejecido de golpe. Su abuelo no estaba allí para animarle cuando todo se torcía o para contarle, con esa chispa suya, alguna novedad comercial o cualquier cosa que hubiera leído en el periódico. Desde que murió en 2004, Luis se había refugiado en la radio, como si las ondas pudieran llenar el hueco que dejó. Pero no lo habían hecho. Se dio cuenta de que no había superado su muerte; no podía recordarlo sin llorar. Era como si con él se hubiera ido una gran parte de su alma, de su vida, o de ambas cosas, incluidos los buenos momentos.
Desde aquel año dejó de celebrar la Navidad. No de programar música navideña —eso lo hacía por los oyentes, con villancicos que encontraba en rincones digitales—, pero para él, las luces y las fiestas se habían apagado. Se dio cuenta de que todo lo bonito acaba marchándose. Su amigo Javi era feliz con su mujer en una nueva ciudad, rodeado de un universo de personajes en su imprenta, con su radio olvidada desde 2023. Luis, en cambio, sentía que le había tocado la peor parte. Ni se había casado, ni fuera de la radio, las cosas le habían ido bien. Pensó que el postgrado de radio que cursó en 2013, aquel que le provocó dos hernias y cien crisis de colon, lo sacaría del agujero. Pero no fue así. Desde entonces, solo había recibido portazos, y sin darse cuenta, había llegado a 2025.
Radio Sin Fronteras acababa de cumplir cuatro años, y él, cincuenta. Llevaba cuatro años luchando por ofrecer algo distinto a lo que todos emitían, algo que no fuera un calco de las emisoras comerciales. Los músicos seguían llegando —Clara, el rapero de Sevilla, los extranjeros—, pero de todo lo que le enviaban, solo le gustaban dos canciones. Se detuvo un momento, mirando el micrófono gastado sobre su mesa. "Las canciones no me tienen que gustar a mí", pensó. "Son para los oyentes. Yo solo les hago compañía y les recuerdo cómo contactar con la radio". Era una verdad simple, pero le dio un respiro. No era su refugio personal; era un puente para otros, aunque él apenas lo cruzara.
El tercer año seguía siendo duro. El proveedor de la radio exigía 20.000 oyentes y anunciantes mensuales, una locura cuando llegar a 10.000 al año ya era un milagro. Los tres anunciantes —coches, seguros, comida rápida— lo mantenían a flote, pero el estancamiento pesaba. Su salud, con esas hernias y el colon traicionero, no ayudaba; cada emisión era un esfuerzo físico, además de mental. Y Javi, con su vida resuelta, le recordaba lo que pudo haber sido. "Esto es Radio Sin Fronteras, donde seguimos respirando", dijo al aire, con la voz quebrada por el cansancio. Un mensaje llegó: "Gracias por estar ahí", desde Granada. No era mucho, pero era algo.
Luis apagó la luz del apartamento y dejó que la música navideña llenara el silencio. No había abuelo, no había Javi, no había Navidad para él. Solo quedaba la radio, su criatura de cuatro años, y la certeza de que, aunque lo bonito se hubiera marchado, él seguiría programando, aunque fuera para otros.
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