No me gusta el otoño. Hay algo en esta estación que me provoca una mezcla de nostalgia y resistencia. Las hojas secas cayendo de los árboles parecen simbolizar un inevitable ciclo de pérdida, como si la naturaleza nos recordara que todo, tarde o temprano, debe marcharse. Los días grises se alargan, el sol parece rendirse antes de tiempo, y el aire frío se cuela por cada rincón, trayendo consigo una sensación de soledad difícil de ignorar.
Pero quizás lo que realmente me incomoda del otoño no es el clima ni el paisaje, sino lo que nos obliga a enfrentar. Es una temporada que nos confronta con la transitoriedad de las cosas: lo efímero de las hojas, la fugacidad de la luz, la fragilidad de todo lo que nos rodea. El verano nos llena de actividad, de ruido, de distracciones. En otoño, en cambio, el ritmo de la vida se desacelera, y con ello llega el espacio para pensar, para sentir, para enfrentarnos a nuestras propias sombras.
Sin embargo, hay una contradicción en todo esto. Porque aunque me cuesta aceptar el otoño, no puedo negar que tiene una extraña belleza, una que no es evidente a simple vista. Es una belleza que se encuentra en los detalles: en los tonos cálidos de las hojas que alfombran las calles, en el olor a tierra mojada después de la lluvia, en la manera en que una taza de té caliente adquiere un significado especial cuando el frío arrecia afuera. Es la estación del recogimiento, de buscar no solo el abrigo físico, sino también el emocional.
Tal vez el otoño sea un recordatorio de que el cambio es inevitable, de que hay belleza, incluso en lo que se desmorona, en lo que termina. Nos invita a mirar hacia adentro, a reflexionar sobre lo que hemos construido y lo que debemos dejar ir. Es una estación que nos enseña, a su manera, que para que algo nuevo florezca, primero debemos aceptar la caída.
Así que aunque digo que no me gusta el otoño, quizás lo que realmente me provoca rechazo es lo que me exige: aceptar el cambio, enfrentar la nostalgia y aprender a encontrar la luz en medio de la penumbra. Es incómodo, pero quizá ahí reside su verdadera lección.
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